Sí,
soy imbécil, no lo negaré, pero por muchas más razones de las que ella
imagina.
Lo soy porque me gusta maullar a la luna -tan diferente en su
discurrir nocturno durante el mes- y no me gusta ladrar al sol
-tan idéntico desde que sale hasta que se pone-.
Lo soy porque me atraen más las indígenas del Orinoco –con sus tetas
caídas y desprejuiciadas- que el ejército de funcionarias – maquilladas,
uniformadas con sus wonder-brá, estúpidas de tanto intrigar- que me rodean y
asedian diez horas al día, seis días a la semana, en el departamento de estadística.
Lo soy por
ignorar la advertencia que me hicieron sus dentelladas, me advirtieron que
yo nunca sería el faro de su naufragio,
que únicamente sería una válvula de escape. Y
yo lo acepté, como acepto el olor a membrillo de los armarios de mi mamá,
como acepto realizar todas las guarradas que ella me pida, como acepto que los
cerdos un día serán hombres (aunque esa es otra historia).
Ahora me
quedo en letargo, derrotado, viendo morir este mundo, pensando en esos sitios donde
nosotros nunca existimos, donde los años se borran de los calendarios con
bocanadas de habano barato y sorbos pequeños de ron añejo Santa Teresa, y las
noches –todas las noches- se podrían esconder dentro de aquellas muchas
folladas clandestinas y accidentales.
Sí, soy
un imbécil.
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