Y ahí no mando yo. La mayoría de la
veces lo hago sin querer, surge y ya está. Fue un don heredado de mis abuelos,
los que emigraron a Francia procedentes de Valencia; judíos sefardíes,
expulsados de un reino milenario. Guardaban los poderes de varias generaciones entre
sus genes. La magia, la potestad de influir. A mí me dejaron la capacidad de
poseer a través de los sueños.
Las noches de domingo no me gustan,
me asustan. Me sumergen en la premonición de una realidad depredadora, por eso me
perfumo y me acicalo con notas orientales de azafrán y melocotón antes de salir.
Anoche te descubrí confuso y silente al
fondo de la barra, sosteniendo aquel brebaje anaranjado. Me acerqué a ti, te
pedí fuego. Te hubiera besado allí mismo, hasta consumirte, pero tú no me viste.
Prendiste distraído el extremo de mi cigarro sin percatarte de que me aspirabas.
Invisible para ti, roce tu mano dándote las gracias.
Por eso te esperé anoche en el fondo
de tus sueños. Y hoy, y mañana.