Dicen que nadie le come el
coño a las putas. Claro, que eso qué más da. Nunca te ha gustado que
te coman el coño. Tampoco eso lo entendí nunca. Decías que preferías tenerme
cerca, junto a tu boca, que te gustaba sentir el peso de mi cuerpo sobre ti y
mi respiración jadeante en tu oreja.
Fue todo
tan rápido. Una espiral que nos arrastró en dos citas
clandestinas. Mientras saboreábamos un gin-tonic a media tarde, en aquella tabernita
solitaria, rozándonos las rodillas como sin querer, me preguntaste, solo por preguntar, si me apetecía follar contigo
ahora, en aquel mismo instante. Lo hiciste como lo haces todo, sin previo aviso.
Aunque no
hubieras llevado puesta aquella camisa negra desabotonada en sus tres primeros
ojales y con las tetas a punto de hacer estallar los otros tres, me habría sido
imposible negarme a esa mirada de gata sobre el tejado,
delirante de ginebra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario