...porque los que saben contar historias pueden cambiar el mundo. Y aquí tenemos los bolsillos llenos de ellas.

(Amaranta)

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...no sé contar las cosas intangibles, pero puedo enumerar todas las que se me quedan en la piel.

(Estrellada)

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... y las arenas atrapahombres, y el sabor a sal, origen de todas las cosas.

(MA)


sábado, 13 de abril de 2013

... y un saquito de azufre.


En esta ciudad húmeda, norteña, desagradecida, no hay días en rojo, todos son grises, incluso –sobre todo- las fiestas de guardar.

Pero hay un viejo café donde el tiempo pasa tan despacio o más como en las avenidas burguesas y sus charcos de arcoíris sucio. Es un café como los de antes, con sus mesas de mármol veteado y sus sillas de hierro colado. Un mostrador con aros pegajosos de copas de anís y lámparas de baquelita con bombillas de cuarenta y cinco. Tres clientes perenes se sientan a desmembrar su pasado, ya que los recuerdos son la pintura descascarillada de su memoria que se les está cayéndo poco a poco, sin que nadie pueda hacer nada.

Son tres hombres que no juegan al póker –como aquellos tres de los que hablamos no hace tanto- ni miran a las niñas pasar tras los cristales. Se sientan al fondo, en una mesa vestida con tres tazas de café negro, un cenicero y un jarrón con dos flores. A un lado, en la pared, hay colgado la típica advertencia enmarcada “reservado el derecho de admisión”, alguien pintó debajo y a lápiz un añadido: sobretodo a los homófobos y su puta madre.

Hoy hablaremos de Carlos, aquí le llamamos cariñosamente “Cienfuegos”, es sordo como una tapia pero lee los labios y conoce doscientas catorce maneras de oír el canto de los pájaros. Sabemos que es nieto de un cuentero (no cuentista), lo sabemos porque usted nos lo ha dicho, y yo la creo, usted se sabe al dedillo el árbol genealógico de titiriteros, magos y taumaturgos. Sabemos que huyó o lo expulsaron de una isla donde los orgasmos son iridiscentes, aunque la verdadera historia solamente la sé yo y de cómo llegó a esta puta ciudad húmeda, norteña, desagradecida.
Carlos era maestro de primaria, allá en su pueblo. Al principio era divertido y fácil. Solamente tenía que ser capaz de conseguir que un puñado de malandrines imberbes aprendieran a sumar. Cada día empezaba igual:

Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis.

Todos los días mañana y tarde, mañana y tarde, Día tras otro, semana tras semana, trimestres y trimestres de la misma cancioncilla machacona y atiplada.

Uno por uno uno, dos por dos cuatro, tres por tres nueve, cuatro por cuatro dieciséis.

Un año, otro año, así hasta veinte.

Cansado de aquella tonada infernal decidió una mañana cortarles la lengua a toda aquella pandilla de bribones descerebrados. De camino en el furgón policial los mamporreros del sistema le abrochaban la camisa de fuerza y le cambiaban las costillas de sitio a patadas. Él seguía escuchando dentro de su cabeza aquellos soniquetes de mierda y aprovecho un descuido para perforarse los tímpanos con el unicornio azul de Silvio.

Años más tarde apareció en esta ciudad húmeda, norteña desagradecida, dónde no crecen geranios, pero en una mesa de un viejo café siempre se encontrarán tres hombres sentados frente a unas tazas de café negro, un cenicero y un jarrón con dos gardenias para ti.

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