En esta
ciudad húmeda, norteña, desagradecida, no hay días en rojo, todos son grises,
incluso –sobre todo- las fiestas de guardar.
Pero hay un
viejo café donde el tiempo pasa tan despacio o más como en las avenidas burguesas
y sus charcos de arcoíris sucio. Es un café como los de antes, con sus mesas de
mármol veteado y sus sillas de hierro colado. Un mostrador con aros pegajosos
de copas de anís y lámparas de baquelita con bombillas de cuarenta y cinco.
Tres clientes perenes se sientan a desmembrar su pasado, ya que los recuerdos
son la pintura descascarillada de su memoria que se les está cayéndo poco
a poco, sin que nadie pueda hacer nada.
Son tres
hombres que no juegan al póker –como aquellos tres de los que hablamos no hace
tanto- ni miran a las niñas pasar tras los cristales. Se sientan al fondo, en
una mesa vestida con tres tazas de café negro, un cenicero y un jarrón con dos
flores. A un lado, en la pared, hay colgado la típica advertencia enmarcada “reservado
el derecho de admisión”, alguien pintó debajo y a lápiz un añadido: sobretodo
a los homófobos y su puta madre.
Hoy
hablaremos de Carlos, aquí le llamamos cariñosamente “Cienfuegos”, es sordo
como una tapia pero lee los labios y conoce doscientas catorce maneras de oír
el canto de los pájaros. Sabemos que es nieto de un cuentero (no cuentista), lo
sabemos porque usted nos lo ha dicho, y yo la creo, usted se sabe al dedillo el
árbol genealógico de titiriteros, magos y taumaturgos. Sabemos que huyó o lo
expulsaron de una isla donde los orgasmos son iridiscentes, aunque la verdadera
historia solamente la sé yo y de cómo llegó a esta puta ciudad húmeda, norteña,
desagradecida.
Carlos era
maestro de primaria, allá en su pueblo. Al principio era divertido y fácil. Solamente
tenía que ser capaz de conseguir que un puñado de malandrines imberbes
aprendieran a sumar. Cada día empezaba igual:
Dos y dos
son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis.
Todos los
días mañana y tarde, mañana y tarde, Día tras otro, semana tras semana,
trimestres y trimestres de la misma cancioncilla machacona y atiplada.
Uno por uno
uno, dos por dos cuatro, tres por tres nueve, cuatro por cuatro dieciséis.
Un año,
otro año, así hasta veinte.
Cansado de
aquella tonada infernal decidió una mañana cortarles la lengua a toda aquella
pandilla de bribones descerebrados. De camino en el furgón policial los
mamporreros del sistema le abrochaban la camisa de fuerza y le cambiaban las
costillas de sitio a patadas. Él seguía escuchando dentro de su cabeza aquellos
soniquetes de mierda y aprovecho un descuido para perforarse los tímpanos con
el unicornio azul de Silvio.
Años más
tarde apareció en esta ciudad húmeda, norteña desagradecida, dónde no crecen
geranios, pero en una mesa de un viejo café siempre se encontrarán tres hombres
sentados frente a unas tazas de café negro, un cenicero y un jarrón con dos gardenias para ti.
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